“Por las dudas, llévense las cañas
para pescar carpas” fue lo que les dije a mis amigos unas cuantas
veces, un poco en chiste y un poco en serio, como para que
entiendan que no le daba garantías a nadie de que las olas que
había visto a principios de Mayo en mi ciudad natal, Bragado,
pudieran llegar a ser utilizables.

El lugar donde se encontraban se
conoce en Bragado como la compuerta “Cafiero”, debido a que fue
construida durante los años en los que Don Antonio fue gobernador
de la provincia de Buenos Aires. Esta compuerta regula el caudal
de uno de los dos canales que salen de la laguna de Bragado, y que
a unos 20km río abajo une sus aguas a las del Río Salado. Con
Eduardo Natali, Pablo Mansilla y Gonzalo Marzaroli & flia,
decidimos que aprovecharíamos el feriado del 25 de Mayo para
recorrer los 220km que separan a la Capital Federal de la ciudad
de Bragado.
El nombre de esta localidad nace
de una leyenda: en la época de los malones, cuando había un
pequeño fortín a orillas de la laguna, un potro bragado (léase: un
caballo salvaje con un pelaje de color más claro en la zona de las
bragas) podía verse por la zona sin que nunca fuera posible
atraparlo. En una ocasión en que el animal se encontró cercado por
una partida de gauchos, “prefiriendo la muerte antes que la
esclavitud”, se arrojó a las aguas de
la laguna y murió ahogado.
Llegamos a la compuerta al
mediodía, comprobando lo peor: el nivel de agua estaba muy bajo
como consecuencia de que una sola de las cuatro o cinco esclusas
de la compuerta estaba abierta. Si bien se formaba una olita con
bastante espuma, debajo de ésta no había agua suficiente como para
rolar.
Detrás de la ola, a una veintena
de metros, emergían las dos filas de pequeños pilotes que, según
creíamos, tienen como función hacer disminuir la velocidad del
agua. Esa era la segunda preocupación: que en caso de vuelco el
agua nos arrastrara hasta los pilotes con bote y todo dejándonos
atrapados allí.

Por último, la ola no estaba en
el medio de la compuerta sino en uno de sus laterales, por lo que
únicamente se podía entrar y salir por el mismo lado. Dadas esas
circunstancias, había dos opciones: quedarse con la duda si la ola
se podía utilizar o no y remar en la laguna, o sacarse la duda...
y terminar remando en la laguna.
Me cambié de ropa y entré al
agua, remando hasta una pequeña ola que se formaba después de los
pilotes. Había muy poca profundidad allí, la ola era muy chica y
estaba demasiado cerca de la pared, restringiendo los movimientos
que podían hacerse. Después de unos minutos, remé hacia el lado
opuesto del canal, donde había menos corriente. Salí del bote y
crucé la fila de pilotes, para probar otra olita que se formaba en
la desembocadura de la esclusa del medio, apenas abierta. Debido a
su pequeño tamaño era aburridísima.

En fin, ya habíamos llegado hasta
allí, y era una lástima no probar la única ola de aspecto decente
en ese momento. Cuando entré por el costado, inmediatamente la ola
me llevó hacia el lado opuesto, contra la pared. Sentía que el
bote saltaba todo el tiempo, por lo que la sensación de control
era mínima. Salí de la ola, concluyendo que era muy buena idea que
digamos entrar a ella dadas sus características... y volví a
entrar. Esta vez no tuve la misma suerte que la anterior. Después
de que el bote giró 180° me volqué por poner la pala en mala
posición, y fue imposible rolar porque enseguida mi cabeza golpeó
contra el fondo mientras sentía como el agua me arrastraba hacia
los pilotes, por lo que abandoné lo antes que pude. El kayak quedó
de costado, lleno de agua y trabado en los pilotes por la
corriente. Lo saqué de allí y le enganchamos un cabo para que la
corriente no lo arrastrara más.

Mientras terminábamos de sacar mi
bote del canal y rescatar la pala que estaba aguas abajo, Pablo,
quien ya había entrado al agua, estaba probando la ola más chica,
ubicada en la mitad de la compuerta. Después se empezó a acercar
cada vez más a la ola del lateral, basándose en el principio de
que si uno de nosotros salió sano y salvo, pueden salir dos.

Cuando entró a la espuma, parecía
que no lo quería dejar salir. Fue de un lado a otro de la ola,
apoyándose, pero no había caso: seguía allí. Al final, la ola lo
terminó volcando con idéntico resultado: golpe de la cabeza en el
fondo, abandono y rescate del bote, que también se trabó en la
fila de pilotes. Esto no iba a pasar una tercera vez: decidimos
que tuvimos suerte, porque así como golpeamos en el fondo con el
casco podríamos haberlo hecho con la cara. Por otra parte,
rescatar cada bote del lugar donde quedaba trabado,
afortunadamente en las dos ocasiones sin tripulante, era bastante
engorroso.

Salimos a remar por la laguna,
unos 1000 metros donde les mostré unos pequeños saltos de no más
de un metro, formados en el lugar donde se encontraba la otra
compuerta, destruida por una crecida años atrás. Por un momento
tuvimos la tentación de tirarnos por ahí, pero el comportamiento
del agua debajo del pequeño salto no nos gustaba. Remamos un rato
más, pero el agua estaba muy fría, así que salimos antes de las
16:00, y nos tomamos unos mates con pastelitos criollos. Cuando
bajó el sol nos dimos una vuelta por la ciudad, estuvimos un rato
en casa de mi familia y después retornamos a la jungla urbana.
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