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AMIGOS. Horacio
Giaccaglia, Jorge Iriberri y Alfredo Barragán, antes de partir al Caribe para iniciar su
travesía. |
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Tres amigos llevan una vida común y corriente. Uno maneja la
concesión de un balneario marplatense, heredado de su familia. Otro, como abogado en
Dolores, atiende el estudio jurídico que perteneció a su bisabuelo. El tercero es dueño
de una casa de materiales eléctricos en Mar del Plata. Con estos datos, nadie
sospecharía que en las últimas semanas estos hombres se cruzaron con dos tiburones y
sobrevivieron a los tumbos de olas de cinco metros cuando cumplían el desafío de
recorrer en kayak 1.600 kilómetros del mar Caribe.
Horacio Giaccaglia -con 54 años y apodado "Tembo", que es elefante en swahili-,
Alfredo Barragán -de 50 y conocido como "El Capitán"-, y Jorge Iriberri
-"El Vasco", de 52 años- son argentinos, casados y con hijos. Por debajo de sus
rutinas van planeado una locura y la cometen cada dos o tres años. Hace una semana
completaron la última: en tres kayaks recorrieron desde el extremo este de Venezuela
hasta San Juan de Puerto Rico.
La travesía por las Antillas duró 61 días, desde el 1 de abril al 31 de mayo:
tocaron 23 islas de 12 países. El Comité Olímpico de Puerto Rico consideró una "hazaña
histórica" que tablas tan "simples y pequeñas" -de 25 kilos y un solo
remo- hayan cruzado el mar, navegando al ras del agua, sin la asistencia de ningún
barco.
Cuando el abogado Barragán tenía siete años soñaba que las historias de Robinson
Crusoe lo tenían de protagonista. En su vida de aventuras entrecortada por causas civiles
y comerciales y asados, hace dos años Barragán fue hasta Mar del Plata a invitar a sus
amigos al "plan kayak".
Entrenamientos en gimnasios, en el mar abierto y en el lago artificial del Club Naútico
de Dolores se alternaron con investigaciones de meteorología y oceanográficas. También
relevaron la historia de la tribu de los "caribes", que antes de la llegada
de Cristóbal Colón recorría las Antillas menores en canoas.
Aunque rechazaron sponsors comerciales, consiguieron el auspicio de la Cancillería, el
Comité Olímpico y la Prefectura Naval, además de adhesiones de embajadas y municipios.
Con estos auspicios, cada país sabía de su arribo y los autorizaba a lo insólito:
entrar y salir de las fronteras a bordo de tablas sobre el mar. Con distinta suerte, los
alojaban en hoteles cinco estrellas o en camastros con gendarmes.
Cuando eso no pasaba, dormían en playas desiertas, dentro de carpas individuales
que transportaban entre su mínimo equipaje. Cualquiera fuera la cama, la llegada de la
noche era una fiesta: habían sobrevivido el promedio de 50 kilómetros que
remaban cada día, en unas doce horas. Y lo festejaban con pizza, hamburguesas o pasta,
"alguna comida económica".
A las 4 de la mañana, y sin despertador, se levantaban. Hasta las 6 trasladaban los
equipos al agua y envolvían cada calzoncillo y cada gorro en bolsas impermeables.
Hasta el atardecer, y guardando entre sí una distancia de diez metros, remaban rogando
que el instrumental no falle porque solo veían agua en el horizonte. A Dios le pedían
que la corriente no sea su enemiga. "A cada rato charlábamos con Dios. El se debía
matar de risa", contó Barragán a Clarín telefónicamente desde Puerto Rico.
Cada hora exacta, se detenían, soltaban el remo, tomaban agua y comían o una banana o
una barrita de cholocate que llevaban lista entre las piernas. Según la brutalidad de las
olas azules, iban completamente serios, improvisando payadas o contando chistes "de
borrachos, de fútbol y de mujeres". Después de comer y de dormir, el día siguiente
era en tierra de islas: dormían hasta las diez de la mañana, lavaban remeras, quitaban
la sal de las cámaras de fotos y estudiaban pronósticos del tiempo y la próxima ruta.
Dos noches falló esta rutina: remaron 40 horas. El 14 de abril tampoco fue feliz:
una ola tumbó el kayak de Iriberri y su hombro se corrió cinco centímetros. Quedó un
mes fuera de la aventura.
Cuando Barragán y Giaccaglia estuvieron solos, dos tiburones de cuatro metros los
cruzaron en un mar completamente calmo. Del primero huyeron. Al segundo, se le
arrimaron para sacarle fotos.
Lo cuentan sin suspiros, como si hablaran de fotos a monos enjaulados, a paisajes
amigables. Lo cuentan hombres con distintos termómetros del miedo.
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