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La
noche de ese sábado 9 de Abril del 2005 me encontraba en uno de los
dormitorios del Club de Regatas Hispano Argentino, y se estaba haciendo un
poco costoso conciliar el sueño. Durante todo el día, había estado
haciendo trámites en Migraciones y en Prefectura de Tigre con la intención
de obtener la autorización para mi primer travesía en kayak. No
solamente se trataba de la primer travesía: además, iba a ser en
solitario y por la costa uruguaya. También se sumaba el hecho de que no
hacía mucho tiempo desde que tenía el bote, por lo que nunca lo había
cargado tanto como necesitaría hacerlo al día siguiente y me preguntaba
si todo lo que tenía en el locker del club, en la mochila y en un bolso
iba a poder ser estibado sin problemas. El kayak elegido para mi viaje era
un Weir modelo Franky color anaranjado al que bauticé Wedwed, que es un término
que en mapuche significa loco o desobediente.
Día
Domingo me desperté bastante temprano y comencé a hacer los
preparativos. Después de ensayar distintas formas de estibar los
elementos y descartar algunos por límites en la capacidad, estaba en
condiciones de partir hacia Escobar en horas del mediodía. Me subí al
bote, al que nunca había sentido tan estable como en ese momento, y
comencé a surcar las aguas del río Luján hacia Escobar mientras algunos
amigos me despedían. Debido que no había podido cargar todo lo que
deseaba dentro del kayak, algunas cosas viajaban sobre cubierta.
Aproximadamente a las 17:00
llegué al Club Náutico Belén de Escobar y solicité permiso para
pernoctar a los socios del mismo que aún se encontraban allí. La gente
del club, amabilísima, no solamente me permitió quedarme, sino que además
puso a mi disposición el quincho del club, razón por la cual no tuve que
armar la carpa. Antes de “acampar”, avisé a PNA de Escobar que
continuaría con mi viaje al día siguiente con destino a Zárate.
Antes de dormirme, tomé algunos mates en compañía de los
perritos del Club. Ocasionalmente,
el sonido de los diesel de alguna chata que surcaba las aguas del Paraná
interrumpía el silencio nocturno.
Al
otro día, en horas de la mañana, comencé a surcar las aguas del Paraná
de las Palmas, con destino hacia el arroyo Las Piedras. A partir de ese
momento, comenzaba mi viaje por territorio desconocido. Por este arroyo,
llegué al río Carabelas y continué remando por éste hasta el río
Carabelas Grande. Cuando
llegué a la intersección con el Canal Alem, me detuve en un pintoresco
almacén lindero a un camping que parecía haber conocido mejores épocas.
Me aprovisioné de algunas cosas, comí algunas naranjas y después me
entretuve un momento hablando con un lugareño, quien me comentó que hace
algunos años había pasado por ahí un remero en bote de club, con
intenciones de remontar el río Uruguay hasta que se “le terminara la
plata”. Continué mi camino por el Carabelas Grande hasta la
desembocadura en el Paraná Guazú, río que crucé al atardecer, mientras
la puesta de sol destacaba la imponente figura del segundo puente del
complejo Zárate-Brazo Largo. Con las últimas luces del día, llegué al
Camping Club de la Isla y acampé allí. Cené unos ricos fideos y, antes
de irme a dormir, disfruté viendo al río y, sobre éste, al inmenso
puente todo iluminado.
Día
Martes amaneció con viento sudeste, que se prolongó hasta después del
mediodía. Demoré bastante en estibar el bote, y salí del amarradero del
camping cerca de las 11:00. El Paraná Guazú estaba un poco picado y se
dificultaba el avance aguas abajo, por lo que decidí que, en lugar de
seguir hacia el Paraná Bravo, para después continuar por el Canal Galofré
y el Canal San Martín, remaría por el arroyo Brazo Largo hasta Villa
Paranacito. Más tarde, lamentaría mucho esta decisión. Pasé por debajo
del gigantesco puente y me llevó un tiempo encontrar la entrada del
arroyo, lo que tuve que hacer por mi cuenta debido a que los pescadores
que se encontraban allí no sabían el nombre del río en el que estaban
pescando. Me detuve en el destacamento de PNA de Brazo Largo y les informé
desde dónde venía y hacia dónde me dirigía. La gente de PNA, como es
habitual, se mostró muy amable. El día era maravilloso: soleado y
fresco. Podía remar con chaqueta sin sentirme acalorado y el agua de las
botellas que viajaban en cubierta se mantenía fresca. Disfruté del
paisaje del primer arroyo entrerriano que navegaba en mi vida, sorprendiéndome
por el hecho de que en la costa la vegetación no era tan tupida en
comparación con la de la primera sección del delta. Con la corriente a
favor, no me tomó mucho tiempo llegar hasta la bifurcación que separa al
Brazo Largo del Baltasar Chico. Comencé a remar por este último,
mientras me entretenía viendo unos patos que nadaban en el lugar. Después
de unos centenares de metros, fue imposible seguir: el curso de agua
estaba totalmente obstruido por la presencia de camalotes. Considerando
que el Brazo Largo también llegaba hasta Villa Paranacito, opté por
retroceder hasta la bifurcación. Desgraciadamente, después de haber
remado muy poco por el Brazo Largo, descubrí que se encontraba en idéntica
situación. Ahora sí, las circunstancias no eran las mejores: sabía que
tenía que volver a remar, por lo menos, hasta el arroyo Brazo Chico, que
se comunica con el Canal San Martín; pero me preocupaba que este arroyo
estuviera en la misma situación que los otros dos. Por si esto fuera
poco, aún en el caso de que tuviera la suerte de que el Brazo Chico se
encontrara en condiciones navegables, no contaba con el tiempo suficiente
para llegar a Villa Paranacito durante el día. Después de un buen rato
de remo, llegué a la bifurcación que separa al Brazo Largo del Brazo
Chico, que es una zona en la que hay algunas casas abandonadas y una
escuela. Debido a que me pareció ver gente en la escuela, aplaudí un par
de veces intentando llamar la atención. Afortunadamente, del edificio
salieron algunas personas que se acercaron a verme. Les comenté qué era
lo que andaba haciendo por ese lugar y el problema que había tenido
recientemente. Seguramente que, de todo lo que les dije, no me creyeron la
parte de que esa era mi forma de pasar mis vacaciones. Me aseguraron que
por el arroyo Brazo Chico podría continuar mi viaje hacia Villa
Paranacito sin problemas.
Seguí remando por este arroyo, mientras trataba de calcular cuánto
tiempo me tomaría llegar hasta mi destino y, a medida que pasaban los kilómetros,
la cantidad de camalotes era cada vez mayor. Empecé a preocuparme por la
posibilidad de que se repitiera lo que había vivido en el Brazo Largo y
el Baltasar Chico. Si llegaba a ocurrir, no quedaría más remedio que
regresar hasta el destacamento de PNA, hacer noche ahí y mortificarse un
poco por haber desperdiciado un día que podría haber disfrutado en Zárate.
Afortunadamente, la cantidad de camalotes nunca fue suficiente como para
impedir el paso. Después de un buen rato de remo y algún que otro
machetazo, llegué hasta el Canal San Martín cerca de las 18:00 y doblé
a la izquierda, con la tranquilidad de saber que era muy poco probable que
esos cursos de agua se encontraran obstruidos por efecto de la sudestada.
Cuando anocheció, aún me encontraba en el agua. La oscuridad era
considerable debido a que la
luna había sido cubierta por unos nubarrones que presagiaban tormenta,
por lo que mi visibilidad se limitaba a un par de metros por delante de la
proa del kayak. A diferencia de la primera sección del delta, no había
casas con muelles iluminados que me indicaran el camino a seguir. Ante mí,
estaba este río desconocido y oscuro. Había algunos camalotes flotando
aquí y llá, y más de una vez debí frenar súbitamente el kayak porque
se dejaban ver cuando casi estaba encima de ellos. Trataba de guiarme
tomando como referencia las copas de los árboles, pero esto se
dificultaba porque éstas parecían unos manchones oscuros bastante
desdibujados que se confundían con el cielo. De vez en cuando podía
verse una luz, lejos de la costa, en medio del campo, pero no más que
eso. Fue durante esos momentos, que comencé a hacerme algunas preguntas
un poco inconvenientes del tipo “y si doblo en un arroyo que no tengo
que doblar?” “si en ese arroyo no encuentro a nadie que me diga que
voy por el camino incorrecto?”. Por un momento, temí perderme y
terminar remando hacia cualquier lado durante toda la noche.
Tuve la suerte de encontrar una casa con las luces encendidas, por
lo que aplaudí un par de veces intentando llamar la atención. Una pareja
de personas mayores salió de la vivienda y confirmó
que el camino que había tomado era el correcto. También me
comentaron de la existencia
de un almacén que podría tomar como referencia para seguir hacia Villa
Paranacito. Más tarde, pasé por ese almacén y crucé a dos isleños que
llegaban a su casa en una canoa. Me aseguraron que en 15 minutos llegaría
a Villa Paranacito teniendo en cuenta la fuerza de la corriente. La
indicación no pudo ser más exacta. Aunque la noche seguía igual de
oscura y se iba poniendo fresca, la aparición de cada vez más cantidad
de casas, algunas con luz, me tranquilizaba. En una de las que
estaban iluminadas, alguien o algunos a los que nunca conoceré,
escuchaban la canción “El Arriero” en la versión de Divididos. Después
de doblar hacia la izquierda, en una de las tantas vueltas que da el río,
divisé unas cuantas casas, muy iluminadas y, entre éstas y el agua, una
calle por la que se desplazaban algunos autos. En ese momento supe que
estaba en Villa Paranacito y que por fin se había terminado esa indeseada
remada nocturna. Bajé del kayak y me dirigí al edificio de Prefectura.
Me solicitaron algunos datos y aproveché para preguntarles por algún
camping cercano. Me mencionaron dos: Bonanza y Top Malo, y me dijeron que
los encontraría si seguía remando por el río Paranacito. Tal eran mis
pocas ganas de remar de noche, que le pregunté al oficial si había
iluminación en la zona por la que debería remar. Después, volví al
kayak, y remé un par de kilómetros hasta el camping Bonanza.
Permanecí
en Villa Paranacito miércoles y jueves, partiendo del lugar el viernes.
Durante los dos únicos días en los que estuve ahí, llovió todo el
tiempo, me encontraba solo en el camping y bastante aburrido. Para colmo
de males, las dos únicas líneas de fondo que había llevado para pescar
se engancharon en el lecho del río Paranacito y no tenía ganas de ir
hasta la villa para comprar más.
Día
Viernes a la mañana cargué el kayak y partí hacia Nueva Palmira, en la
República Oriental del Uruguay. No tenía ninguna intención de tener
“sorpresas” en el camino como las que ya había sufrido. Consulté con
pescadores de la Villa y me sugirieron, si quería tener la garantía de
no encontrar camalotes en el río, que bajara hasta el Gutiérrez por los
canales San Martín y Galofré. Una vez en el Gutiérrez, el mismo me
conduciría hasta su desembocadura en el Río Uruguay, casi enfrente de
Nueva Palmira. Ese viernes era un lindo día para remar, un poco caluroso
pero sin llegar a ser asfixiante. Remonté las aguas de los canales San
Martín y Galofré, con un poco de esfuerzo debido a la corriente que
jugaba en contra, hasta llegar al destacamento de Prefectura situado en la
intersección con el río Gutiérrez. Volví a brindar los datos al
oficial que me atendió, comí unas galletitas y continué por el río
Gutiérrez hacia Nueva Palmira. De este curso de agua me sorprendió que,
a pesar de su amplitud, comparable al de mi conocido Canal Honda, prácticamente
no lo surcara ninguna embarcación. Cuando me estaba aproximando a la
desembocadura, por encima de los árboles, se recortó la inconfundible
figura de un buque de ultramar fondeado. Al poco tiempo, la costa del
vecino país se dejó ver con sus inconfundibles playas de arena blanca.
El cruce del río Uruguay en esa zona es estrecho, por lo que me tomó
unos pocos minutos hacerlo. Antes de llegar a Nueva Palmira, me detuve un
buen rato en una playa para disfrutar del sol, la arena y el agua. Más
tarde, llegué al amarradero para embarcaciones deportivas de Nueva
Palmira. Me dirigí a Prefectura a presentar los papeles de rigor y, después,
armé la carpa en el camping de Hidrografía Naval. Al anochecer, mientras
disfrutaba de la imagen de un buque fondeado con sus luces encendidas
reflejándose en el río Uruguay, ví
que un hombre y un niño miraban mi bote. Me acerqué a ellos y el
desconocido se presentó: se llamaba (y se llama) Raúl Guigou, pero toda
la gente de Palmira lo conocía como el Pájaro. Practicaba navegación a
vela y kayakismo, actividad
para la cual contaba con un flamante SDK Yamana III que, según me contó,
trajo remando desde Tigre. Cuando
me relató una reciente regata en la que habían participado partiendo
desde Zárate, descubrí que con el Pájaro compartíamos algunos puntos
de vista acerca de nuestras actividades. Los dos reconocíamos la
importancia que tienen tanto la camaradería como el facilitar el
acercamiento a las nuevas generaciones, para garantizar la continuidad de
este tipo de actividades, y que estos factores eran más importantes que
los medios o las técnicas disponibles. En Nueva Palmira estuve desde el
viernes 15 hasta el martes 19 de Abril, y esos fueron los mejores días de
mis vacaciones: hacia el mediodía me iba remando hasta una playa
solitaria (prácticamente todas en esa época del año) a pescar y no volvía
hasta el atardecer. Por la noche, me iba a tomar unos mates a la
costanera, sentándome de espaldas a la ciudad y mirando hacia el río
Uruguay. El lunes 18 de Abril, debido a que
era feriado en Uruguay, fui con un grupo de remeros locales la
Playa 33 Orientales a disfrutar de un asado.
El
día de mi partida, según me había comentado el Pájaro, coincidía con
un acontecimiento que venía haciéndose todos los 19 de Abril en la playa
33 Orientales: se revivía el desembarco de los patriotas comandados por
Lavalleja al mismo tiempo que se realizaba un acto oficial en la costa.
Tenía ganas de ver esto, así que esa mañana cargué las cosas en el
kayak y remé por el río Uruguay aguas arriba. A medida que me acercaba
al lugar dónde se llevaría a cabo el desembarco, se perfilaba la silueta
de una embarcación de color oscuro fondeada enfrente de la playa. Cuando
me acerqué a este barco, me dí cuenta de que se trataba del Guardacostas
de la Armada Uruguaya “Río Negro”. Pregunté a uno de los integrantes
de la tripulación, íntegramente vestido de negro, si el desembarco ya
había ocurrido y me dijo que todavía no. Me arrojaron un cabo para que
pudiera agarrarme y así mantener mi posición sin tener que remar. Después
de unos minutos, las barcazas de color blanco aparecieron en el horizonte,
escoltadas por una lancha de la Prefectura Uruguaya. Agradecí el favor a
los tripulantes del “Río Negro” y me dirigí hacia las barcazas. Éstas
estaban ocupadas por personas vestidas con sombreros, ponchos y algún
uniforme militar de color azul, con botones en la pechera. También
llevaban sables y algunas banderas. A medida que se acercaban a la costa,
donde los esperaban abanderados de distintas escuelas y autoridades,
apagaron los motores fuera de borda de las barcazas y comenzaron a remar,
a los gritos de “Viva la Patria”. Mientras ocurría esto, tomé un par
de fotos y después comencé a alejarme, bajando las aguas del Río
Uruguay.
Mi
próximo destino era la ciudad de Carmelo, pero como la legislación
uruguaya no nos permite hacer navegación costera desde una localidad a
otra, tenía la obligación de hacer un rol en un pontón de la PNA
(denominado Delta Foxtrot o D.F.) fondeado sobre el Paraná Bravo,
enfrente de Nueva Palmira. La balsa fue fácil de hallar, gracias a la
antena que tenía en el techo. Mientras el personal de la PNA hacía el
papeleo de rigor, me pude enterar, gracias al pequeño televisor que tenían
allí, que un nuevo Papa había sido elegido. Llegué a Carmelo a mitad de
la tarde y acampé en
Hidrografía Naval nuevamente. Preferí hacerlo en este lugar en vez de el
Carmelo Rowing Club para así
poder estar cerca del Río de La Plata y disfrutar de las luces del boyado
durante la noche. Mientras estuve en Carmelo, remé sólo una vez por el
arroyo de Las Vacas tratando de encontrar la cantera, sin éxito. Otro de
los días que estuve allí tuve oportunidad de presenciar la apertura del
puente de Carmelo y, afortunadamente, el cierre del mismo. Una joven
uruguaya me explicaba, mientras los empleados municipales trataban de
cerrar el puente, que se suponía que nunca se volvería a abrir. Después
de los intentos infructuosos de los municipales, optaron por una solución
poco ortodoxa: ataron el puente con un grueso cable a una embarcación que
se encargó de tirar hasta que el puente se cerró.
El
viernes 22 de Abril partí de Carmelo. En principio, deseaba hacer una
escala en la isla Martín García, pero esto no iba a ser posible porque
tenía como condición navegar por la costa uruguaya para después cruzar
el Canal del Infierno. Los prefectos hicieron lo mismo que en Nueva
Palmira: me despacharon hacia el destacamento de PNA más cercano. Por
ende, debí cruzar el Río de La Plata hacia la desembocadura del Paraná
Guazú, donde se encuentra el destacamento de PNA de Guazú-Guazucito. Una
vez allí, nuevamente hice el papeleo correspondiente y continué remando
hacia la intersección del Paraná Miní con el Arroyo Chaná. Nuevamente,
tuvo lugar una indeseada remada nocturna que se prolongó hasta después
de las 20:00 hs. Cuando llegué a la playa del Club Motonaútico San
Fernando, ví que el lugar se encontraba desierto. Como en el edificio
central había luz, me acerqué y, a través de las ventanas, ví la
figura de una joven viendo Los Simpsons. Golpeé la puerta y cuando me
atendió me informó que el Club se encontraba cerrado, por lo que me
sugirió cruzar a la margen de enfrente donde se encontraba el recreo
Toledo. En este lugar costó un poco subir el bote todo cargado desde el
agua, pero valió la pena hacerlo porque en ese lugar me permitieron
alojarme en lo que consideré en ese momento un verdadero paraíso: una
habitación con varias camas disponibles exclusivamente para mí, que
desde el 10 de Abril venía durmiendo sobre un aislante de goma eva. Al día
siguiente, muy tranquilamente cargué las pocas cosas que había bajado
del bote mientras conversaba con Manolo, el dueño del lugar.
Tranquilamente, remé por un derrotero conocido, después de 12 días de
no hacerlo, crucé el Paraná y volví por el Capitán hasta la rampa del
Club Hispano Argentino. Así
concluyó mi primera travesía en kayak, la que me hizo (y me hace) sentir
bastante satisfecho por haber alcanzado la mayoría de los objetivos
propuestos. Reconozco que me equivoqué algunas veces, y lo positivo de
este reconocimiento es poder utilizar las enseñanzas de estas
experiencias para los próximos viajes.
Hasta
la próxima!!!!!!!!!
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