Por Pablo Basombrío


Por fin, proa al Cabo de Hornos

Cuando el 11 de abril dejamos Caleta Dublé, sabíamos que estábamos muy cerca de nuestro objetivo, pero también éramos conscientes de atravesar el punto más peligroso de nuestra expedición. La costa oeste de la isla de Hornos, formada por altos acantilados, suponía un riesgo muy grande: cualquier tormenta podía hacer peligrar nuestras posibilidades.

Cruzamos el canal que nos separaba de Hornos y comenzamos a flanquear la costa norte sin dejar de vigilar el horizonte. Greg y Eva, los amigos que nos escoltaban en el velero Noomi, nos habían advertido: "Si ven una cortina negra, tienen que escapar como sea".

Cuando torcimos el rumbo y divisamos Ras Catedral, recordamos lo que habían escrito los miembros de la expedición británica veinte años atrás: "Cuando vimos las torres de 80 metros que se alzaban en medio del océano, nuestras rodillas empezaron a temblar". El ruido del océano explotando contra los acantilados y la vastedad del agua que se extendía hacia el oeste nos devolvieron rápidamente a nuestra realidad: Éramos tres puntitos insignificantes en medio de la inmensidad de la naturaleza.

Tras un momento de duda, nuestras miradas se cruzaron y decidimos que esa era la oportunidad. El Noomi se alejó de nosotros, o más bien de la costa amenazadora, y nos dejó un poco huérfanos.

Remamos decididos y con fuerza para ganar distancia. Mirábamos casi incrédulos los temibles acantilados y después fijábamos la vista en el horizonte. Al rato nos fuimos tranquilizando, mientras los kayaks bailaban en el mar de fondo.

Virando la costa sur el asunto se empezó a poner cada vez más negro, y las primeras ráfagas se hicieron sentir. El mar se movía cada vez con más violencia; enseguida empezó a llover. Cuando ya se divisaba el Cabo, solicitamos a la gente del puesto de observación de la isla que corroborara nuestro paso. Las manos heladas hacían casi imposible el manejo de la radio VHF.

Nuestra excitación aumentaba con el viento y la lluvia. La "cortina negra" ya estaba instalada en el horizonte. Cabalgábamos las olas tratando de adivinar nuestro lugar de desembarco. Pasamos puntas, cabos, caletas... pero siempre había más. Las distancias en el mar engañan. Luchamos contra el viento enfurecido y luego de más de cinco horas de remo logramos desembarcar en la Caleta León, exhaustos y empapados. Era de noche. Besamos la tierra y agradecimos estar vivos. Eran las 17.30 del domingo 11 de abril de 1999.

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Fotos: Pablo Basombrío (primera) | Pablo Basombrío | Pablo Basombrío |

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