La Isla de Hornos

La familia Silva, a cargo del famoso faro, nos recibió con gran alegría, pues nos habían seguido durante el último tramo con angustia e impotencia. Hacía frío y el granizo castigó nuestro precario refugio durante toda la noche. Sin embargo, dormimos profundamente hasta las nueve de la mañana.

La Isla de Hornos tiene unos 9 kilómetros de largo en dirección nornoroeste-sursureste, y tres en su parte más ancha en dirección este-oeste. Forma parte del archipiélago de las islas Herschel y si bien no es la más grande, sí es la más famosa.

El terreno está formado en su mayor parte por turba dura y algunos manchones graníticos. La vegetación baja y achaparrada abunda, lo mismo que los campos minados; ¡por fortuna estos se encuentran bien señalizados por alambrados!

El más famoso de los cabos está conformado por un promontorio de 424 metros de altura. Su ubicación exacta es el meridiano de 67 *, 15 grados oeste.

La familia Silva (padre, madre y dos hijos de diez y de seis años), comparte el cabo únicamente con el viento y la lluvia. Ellos se encargan del mantenimiento del faro, y de atender la estación meteorológica y de comunicaciones. Para ilustrar las limitaciones con las que viven, baste señalar que las provisiones de cualquier tipo solo les llegan por barco cada tres o cuatro meses, de acuerdo a las inclemencias del tiempo. Alternan el tiempo dedicado a su trabajo con la enseñanza escolar de sus hijos, a quienes sólo dejan salir de la casa bajo estricta supervisión: según nos contaba mamá Silva, "corren peligro de ser arrastrados por el viento".

En el puesto-casa de los Silva pudimos firmar el "Libro de visitas del Cabo de Hornos", y buscar el testimonio de las expediciones que nos habían precedido. Visitamos también el monumento que simboliza el alma de los marineros muertos en el mar. Representa un albatros gigante en pleno vuelo, y reza: "A los que cruzaron y a los que perdieron la vida en su demanda".

Tres largos días estuvimos "encerrados" en el Cabo de Hornos. Sólo había viento, lluvia y frío. El mar lo rodeaba todo y se perdía en la lejanía. La sensación de estar en el fin del mundo era clara. Pasábamos las horas con la mirada puesta en el horizonte, tratando de adivinar el clima, con la esperanza de que así mejoraría. Pero nada cambiaba.


Fotos: Pablo Basombrío (primera) | Pablo Basombrío | Pablo Basombrío |

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